Muchas ciudades europeas miden su competitividad con sus vecinas en aspectos como los servicios que tiene, los supermercados, los centros comerciales, las universidades, el equipo de fútbol o incluso las marcas de los coches matriculados. Pero deben estar equivocándose en algo. Que tu ciudad sea más importante que cualquier otra lo da el número de farolas que tiene a la entrada y a la salida de la calle principal. Hemos visto ciudades con kilómetros y kilómetros de farolas dándote la bienvenida, con grandes avenidas llenas de polvo y farolas por todas partes. Una seguida de otra. Y da igual la forma. Se pueden combinar farolas antiguas con algunos diseños que se denominarían “arriesgados” incluso para ciudades de diseño como Barcelona. Y entre medio de esas altas farolas, otras más modestas, las típicas que puedes ver en cualquier pueblo del pirineo.
Ejemplos los hay en todas las zonas por las que hemos pasado: El Alayún, Tarfaya, Guelmin o Tiznit en Marruecos; Nouackchott en Mauritania; Kayes o Sikasso en Malí; Bobo en Burkina; Yamoussoukro en Cote d’Ivore; Volgatanga en Ghana; o Thiés en Senegal. Parece ser que cuantas más farolas mejor. Con un denominador común. Ninguna funciona por la noche…
Y deberían, pues en cuanto anochece no se ve absolutamente nada. Y muchas veces tienes miedo de atropellar a alguien, a algún niño. Sobre todo en Senegal. Hay niños por la calle. Muchos niños y de toda clase. Los hay que van camino a la escuela. Hay algunos que pasan el rato mirando la gente pasar. También hay niños que juegan al futbolín. Y hay otros que viven en la calle. Senegal es el país de los niños. Hay tantos que parece una guardería. Pero los que llaman la atención son los niños de la calle. Los encuentras con sus latas vacías pidiendo que les eches no dinero, sino comida. La historia de estos pequeños es casi siempre la misma: una familia de la zona rural le confía a un familiar que vive en la ciudad el cuidado de uno de sus hijos. Pero ese familiar no quiere hacerse cargo del niño y lo abandona a su suerte. Muchos no saben dónde nacieron, ni cual es el poblado en el que viven sus padres. Existen algunas ONG’s en países como Ghana que intentan darles una profesión para el futuro, pero son sólo unos pocos afortunados los que acceden a esas ayudas.
Senegal, tan grande y tan verde. Llueve. Es el primer país donde la época de lluvias se deja notar. O el último, según se mire. Pero aquí, dejando a un lado Tambacunda y Kaolak llegas a Dakar y ves que algo no anda bien. En la capital se mezclan coches de lujo con humeantes vehículos de más de 40 años; mansiones de tamaño imponente con chabolas a sus lados; tiendas de lujo con vendedores ambulantes de huevos duros. Aquí, a Dakar, fueron a parar todas las sedes de las grandes empresas y organizaciones mundiales que huyeron de la guerra de Cote d’Ivore. El sueldo medio de un senegales es de 100.000 cefars, poco más de 150 euros. Pero el señor de World Food Programme (o Programa Mundial de Alimentos) que no hace nada más en todo el día que asistir a cursos de formación (en Senegal los cursos de formación son remunerados) dispone de un coche de 60.000 euros, dietas pagadas, casa pagada y sueldazo. Y no debemos olvidar que WFP forma parte de las Naciones Unidas y lucha contra el hambre… No nos parece la mejor manera de luchar contra nada el vivir como un rico cuando a tu alrededor hay gente que se tiene que espabilar con un euro al día.
Pero en este país hay cosas fantásticas, como nuestro querido Zebrabar. Hemos vuelto a estar allí. No podía ser de otra manera. La paz y la tranquilidad y el ambiente y la naturaleza. Todo junto en este estratégico campamento. Allí seguía la laguna, las mesas al borde del agua, las cabañas, las palmeras, los cocos, los empleados que son como de la familia… Queríamos llegar como fuese, aunque tuviéramos que dormir en una gasolinera a medio camino. Esta vez accedimos a través de una pista por el sur. 13 ó 14 kilómetros que las lluvias habían dejado llenos de trampas. Pero llegamos. Queríamos quedarnos dos noches, pero una gastroenteritis nos obligó a quedarnos cinco días. No estuvo mal, sobre todo pensando que la siguiente etapa nos llevaba a Mauritania y a Rosso… No pudimos acceder a Diama porque las lluvias habían inundado la pista de acceso. Volvíamos al infierno.