Nos repetíamos una y otra vez: “no volveremos nunca. No volveremos nunca. No volveremos nunca”. Acabábamos de pasar los trámites de la frontera de Rosso entre Mauritania y Senegal. Ha sido, de lejos, la peor experiencia de toda la aventura. Y nos volvíamos a repetir “no volveremos nunca”. Eso fue el 10 de julio. El 28 de septiembre nuestro corazón se aceleró cuando nos dijeron que no podíamos acceder a Mauritania desde Diema. Las lluvias habían inundado la zona y la pista estaba cerrada. Debíamos volver a Rosso para salir de Senegal. Y eso era una carga excesiva para nuestras cabezas. Recorrimos los 100 kilómetros que separan Saint Louis de Rosso en silencio. Los dos sabíamos que nuestro juramento quedaba roto en ese momento. “Joder, al final hemos vuelto” pensaba yo cuando nos acercábamos irremediablemente a ese infierno.
Pero ya no éramos los mismos que cuando llegamos a principios de julio. Habíamos pasado unos veinte trámites aduaneros y ya sabíamos decir NO a un policía corrupto cuando nos pedía dinero para algún trámite. Sabíamos por qué cosas se pagaba, cuánto y a quién. Con esa ventaja en nuestras mochilas (léase cabezas) afrontamos el primero de los trámites: el sello de salida en nuestro pasaporte. Dos minutos de reloj y estábamos de nuevo en la furgo. El siguiente trámite era el sello en el Carnet du Passage en Douane (CPD). Entramos en el recinto del “puerto” fluvial. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer, así que me fui a buscar a la persona adecuada. La encontré. Me puso el sello y… delante de la gente que estaba allí esperando me pidió 10.000 cefars por devolverme el documento. Forcejeamos un poco por el bloc (ni se me hubiera ocurrido hacer eso hace tres meses…) y cuando la cosa se calmó le expliqué que no iba a pagar ni un céntimo y a regañadientes me lo devolvió.
Siguiente trámite: la aduana. Entramos en la garita del policía de turno, nos pide “los papeles del coche y 5.000 cefars”. Harto ya de tanto corrupto suelto, saqué mi pasaporte y le enseñé página por página los más de 35 sellos que nos han estampado a lo largo del viaje. Le dije: “Ves todos estos sellos? Crees que llegamos ayer a África? No te vamos a pagar NADA!”. Nos hizo entrar en su despacho y nos intentó convencer una última vez de que debíamos pagar. En un despiste cogimos nuestros pasaportes y salimos de allí. Más tarde vengó su rabia impidiéndonos subir en el primer ferry. “Como si tuviéramos prisa” le dijimos. Y esperamos pacientes al siguiente. La parte Mauritana fue mucho más fácil, sin sobresaltos de ningún tipo ni amenazas ni nada por el estilo.
Queríamos llegar hasta Nouakchott ese mismo día. Y lo logramos. Decidimos dormir donde la primera vez, en el Auberge Menata. Está sucio, no tiene presión de agua para ducharse y está lleno de mosquitos. Pero nos gusta el ambiente. Al entrar allí, según las guías, puedes encontrarte con algún que otro overlander. En julio no había nadie, pero esta vez sí. Una pareja de jubilados con un Toyota HZJ que tenían previstos 9 meses de viaje por África y dos cicloturistas muy jóvenes que nos hicieron reír un rato. Compartimos sobremesa después de la cena. Lógicamente, nos bombardearon a preguntas sobre trámites, fronteras, seguridad… Todos nos fuimos contentos a dormir y a la mañana siguiente, cada uno por su lado.
Nos despertamos aún de noche para intentar llegar a Marruecos ese mismo día. A medio camino nos sorprendió una pequeña tormenta de arena. La temperatura subió hasta los 50ºC. La nevera también empezó a sufrir. No podía bajar de los 11 grados, seis por encima de lo que es normal. La furgo se empezó a llenar de arena fina que entraba por todas partes. El calor se hizo insoportable. Y esta situación duró unos 200 kilómetros… Muy duro para nuestros cuerpos y para la mecánica de la furgo. Son momentos en los que piensas en la dureza de la vida en ese país. Poca gente se aventura a vivir en el Sahara y quien lo hace es alguien especial.
Alcanzamos la frontera de Mauritania sucios y sudados. No tuvimos ningún problema para hacer los distintos trámites. Y por allí, por una zona desértica y llena de polvo, rueda ahora una de las bicis que compramos en Burkina. La mía, la que se partió en dos y soldamos. La vendimos…
Otra vez volvíamos a estar en tierra de nadie, ese tramo de cinco kilómetros impracticables y llenos de coches abandonados. Nos llevamos una sorpresa: alguien se había encargado de llevarse esos esqueletos que algún día sirvieron para desplazarse.
Marruecos era el último país por el que debíamos pasar para llegar a España. Nos esperaba el puerto de Tánger para dar casi por finalizado el viaje. Pero nos quedaban 2500km por recorrer, unos kilómetros de un paisaje inigualable. El sur marroquí es sobrecogedor, solitario, cálido pero agradable, batido por los vientos atlánticos que refrescan la costa casi continuamente. Hay tanto por descubrir…
Pasar la frontera por la tarde, con scanner completo a la furgo, complica seguir rodando. La noche se te echa encima. Divisamos unas dunas a lo lejos y pusimos rumbo a ellas. El desierto no nos dificultó alcanzar la que, quizás, era la más grande. Su forma de media luna nos sirvió de refugio. La arena parecía abrazarnos. Un paraje sin igual para descansar una noche a la luz de las estrellas. Sin un solo ruido, sin una sola molestia. Una soledad que daba miedo a ratos. Una sensación agradable. E inolvidable.
Subimos a lo alto de la duna. Parecía estar esperándonos. Y bajamos por su cara más recta, un tobogán de arena finísima y blandísima. Nos duchamos (con la ducha de 12 voltios) para quitarnos la arena y el calor mauritano, cenamos a la luz de una vela y deseamos no olvidarnos nunca de ese regalo que nos hizo el desierto, el viento y la arena. Algo irrepetible. Las dunas siempre están en movimiento y nunca la volveremos a ver como la vimos esa noche.
En Dakhla paramos en busca de una conexión a Internet. Claudia debía enviar un mail urgente. Nos habíamos prometido hacer kite surf cuando volviésemos, pero nuestro bolsillo no podía aguantar un extra como ese a estas alturas. Hicimos ver que no nos acordábamos y abandonamos la bahía sin dejar de contemplar el magnífico paisaje que brinda a los que la visitan.
También paramos en Camp Beduin. Buscábamos reencontrarnos con la cocina de Hafida. Y otra vez la lección de África que no acabamos de aprender: no se pueden hacer planes. Nunca. Llegamos a Camp Beduin después de una paliza de 600km desde Dakhla y Hafida no estaba. Pero el tagine de verduras que nos prepararon los que allí estaban suplió con creces su ausencia. Volvíamos a pasar la noche en medio del desierto, pero esta vez en compañía: unos alemanes que iban camino de Mauritania. Uno con un Mercedes G y otro con un Toyota Hj 60. Todos se sorprenden al vernos viajar con la Syncro… Al calor de una pequeña fogata pasamos un buen rato hablando.
Y el camino de vuelta a casa seguía implacable. Imparable. Alcanzamos Tiznit y en el camping municipal estaba acampada media Francia. «Se nota que vamos hacia el norte. Cada día encontramos más turistas» le dije a Claudia. También en Tiznit fuimos a comprar al mercado. Un poco de fruta, unas verduras y unas olivas buenísimas. Y una tela de PVC para la baca. Más vale tarde que nunca…
Y de allí a Marrakech para volver a su plaza y a su zoco. Decidimos perdernos y ver qué ocurría. Lo que pasó fue una tarde espléndida entre gente, tiendas, vendedores, gatos, bicis y demás.
No podíamos parar. La costa nos llamaba de nuevo. Entre Casablanca y Rabat hay un pueblo llamado Mohammedia. Pasamos un par de noches y compartimos muchas cosas con sus habitantes. Eran las últimas horas de nuestra aventura. Teníamos que partir rumbo al norte, rumbo al final del viaje.
Podría haber empezado a escribir este post en el puerto de Tánger. Teníamos varias horas de espera así que hubiera sido un buen momento. Pero las emociones no me dejaban siquiera plantearme abrir el ordenador. El proyecto de 10fronterasfotofurgo, la aventura, llegaba a su fin. Se acababa. Quedaban dos noches de ferry pero esa era la despedida de África, un continente que nos ha fascinado. Una tierra que nos ha dado cobijo tres meses y medio, un poco más de lo planeado, pero en la que nos hubiéramos quedado mucho tiempo más. Nos vamos sabiendo que volveremos, que nos encontraremos de nuevo con la maravillosa gente de Breast Care International en Ghana, que pasaremos más tiempo en Malí, que nos compraremos otra bici en Burkina, que nadaremos en las lagunas de Senegal, que atravesaremos el río Gambia, que miraremos al cielo buscando el fin de los rascacielos de Cote d’Ivore. Nos vamos sabiendo que volveremos a pasar calor en Mauritania y frío en Marruecos. Se acabó por esta vez. Pero no por siempre…
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